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El anillo de compromiso

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I Todas las noches me atormenta el mismo sueño. Escasos minutos antes de despertarme, una pesadilla se cuela en el mundo de neblina y con su sablazo oscuro impulsa mi cuerpo a levantarse sobresaltado, con sudores recorriendo mis manos. Veo mis dedos, flacos y con las uñas intactas, agarrando la ropa de cama como si no hubiera un mañana. Mis cejas probablemente estarán arqueadas, mientras mi pecho se resiste a la fuerte amenaza de una respiración descontrolada. ¿En qué me estoy convirtiendo? ¿En qué me estoy convirtiendo cada noche, a las tres de la madrugada?             Miro a mi alrededor, pero solo me encuentro el amparo del silencio y la soledad. Espero impaciente el sonido del reloj, tic-tac , tic-tac… pero solo lo imagino, pues no se digna a dar la hora. Ni dormir sin parte de arriba me libera del calor. Me siento en el filo de la cama y junto las manos en señal de rezo. Por favor, que no sea él de nuevo, por favor, que no sea él de nuevo… Para qué me voy a engañar si e

La reina triste

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Basado en una antigua leyenda mexicana.             Eran las dos de la madrugada. El silencio se había apoderado de la calle en la que Annette caminaba. Los segundos y minutos se hacían largos. El retorno a casa estaba siendo tan difícil que sus piernas y sus brazos se hacían cada vez más pesados. Annette miró el reloj y luego dirigió su mirada al cielo, donde la Luna y las estrellas eran las únicas atrevidas que la acompañaban. Hacía frío. Annette pensó que salir con el abrigo de casa habría resultado la mejor elección. Pero ahora solo tenía que conformarse con sentir en su cuerpo aquel vestido de novia que estaba observando en el escaparate de la tienda más cercana. Aquella preciosa prenda podía deslumbrar a cualquier persona, haciendo que la noche resultara un poco más luminosa. Annette observó como el maniquí que sostenía aquel vestido se mantenía en la penumbra del interior de la tienda, como si no quisiera mostrarse al público y dejar que sus atuendos cobraran todo el pro

Nyx

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                  De camino a Atenas, me crucé en el sendero con la tribu Oiatos, unas gentes nómadas atraídas por el clima mediterráneo y cargadas de cultura mundana en sus hombros. En otras ocasiones, como fue en aquel día que el viejo Silos me contó la oscura historia de Érebo, había coincidido con esta tribu, siempre amable y generosa a cada palabra que yo pronunciaba. Esta vez, la sed había podido con ellos y habían parado en una charca cercana, que según decían se podía beber. Ela, la anciana más sabia de la tribu, me aconsejó que bebiera de dicha agua, ya que ella había pasado millones de veces por ahí y había degustado el agradable sabor a frescura sin peligro alguno. Cuando bebimos, me preguntó si me iba bien mi vida, y si ya había contraído nupcias con una hermosa muchacha. Ante mi negativa, Ela se tapó la cara con las manos después de dejar escapar una sonrisa que fue percibida por el resto de la tribu.             Cuando el ocaso estaba a punto de serenarse, el mar